miércoles, 16 de abril de 2008

Cronica del niño muerto

Mi hogar era un caseron gélido y abandonado. Los muros resquebrajados se elevaban de modo incierto, cambiaban de forma. Incluso, en días como aquellos no costaba imaginar la ausencia de techo alguno. Los escombros caían aleatoriamente despertando densas neblinas de polvo gris. Sólo restos. Las sobras de lo que alguna vez fuera un cálido festín, lleno de hogar y abrazo, ahora congelados como los relojes, que parecen haberse detenido en seco.

Una inmensa nostalgia azotaba el pecho. El recuerdo anaranjado de la feliz vigilia, de almuerzos y cenas, de algodones de caricia y besos de melocotón, de risas y risitas, de idílicos senos, brazos y hombros dónde derrumbarse y volverse a armar.
También recuerdo la disonancia, como susurros, las migas de pan bajo el mantel, la estridencia detrás de la música (que todo lo cubría, cada rincón, cada compás)
Todo, excepto los silencios. Allí era donde podía oírse aquello otro, cuando cesaba la melodía, cuando la gente callaba.
Nadie parecía oír nada en esos silencios. Sin embargo allí estaba la otra voz (cada día más fuerte) la voz de la casa. Nadie la oía o nadie quería oírla. Solo mi hermana y yo, y no porque nos gustase (Ya hubiéramos querido nosotros, no tener que escuchar por las noches los llantos de las vigas agrietándose)

Por suerte llegaba siempre la vigilia, el día, la rutina, la gente, la música y todo aquello otro “habría sido un mal sueño”.
Pero la gente comenzó a irse, la fiesta se volvió menos ruidosa, la familia menos numerosa, las paredes más altas, el frío mas constante, y el silencio más sonante.
La voz de la casa fue ganando presencia hasta tornarse insoportable. ¿Pero cómo podía ser? Las casas no debieran hablar ¡Había que tomar medidas!
Así fue que debimos poner más fuerte la radio, encender más tiempo el televisor y tratar de estar el mayor tiempo posible ocupados en otros menesteres para no prestar atención al sollozo de los ladrillos. Y nos dio resultado en verdad.
De hecho, tanto empeño pusimos en no escuchar el agónico chirrido, que un buen día ensordecimos.

Pronto llegó el invierno y el frío se instalo en la casa. Sin embargo, como nadie lo oyó venir, las estufas no fueron encendidas. Comenzamos a enfermarnos, pero nunca nos oímos toser por lo que poco pudimos hacer para ayudarnos. La comida se congeló rapidamente y el hambre hizo chillar los estómagos, pero ni cuenta nos dimos.
Nos fuimos debilitando lentamente hasta quedar dormidos.
Henos allí, en ese palacio congelado, que no conoce ya la vigilia,
que ¡se cae a pedazos!, que solo “duerme”, aunque no descansa ni sueña, sólo deja el corazón latiendo como un ancla y se zambulle a la muerte.

Pero yo me resistí al sueño. En el desierto de mi cuarto resguardaba las últimas gotas de desvelo entre las hojas de un cuaderno y una a una las iba quemando para alimentar la llama de la vigilia y tener un poco de calor en ese brutal invierno. Con mis tímpanos sangrando por el insoportable ruido que inundaba la casa ya en ruinas y mi garganta cerrada en un horrible nudo de tristeza, mi alma lloró sin consuelo.
Cuando la muerte me encontró, sostenía yo con mis últimas fuerzas la pared de mi cuarto junto a mi cama. Era inútil. Un segundo después se oyó el estruendo.

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