domingo, 21 de septiembre de 2008

Veinte violetas de porcelana

Era un hecho, definitivamente aquel remolino en mi pelo sobre mi ceja izquierda era sobretodo violeta. Inconfundible, con sus mil y un trazos retorcidos, enmarañados, tan típico de ella, tan obvio y sin embargo no lo había notado hasta hoy, cuando lo vi reflejado en la taza y ese olor té. Tres de azúcar en el aljibe de porcelana y la cucharita insolente que da una vuelta y otra y una más y el agujero negro o verde o rojo se hace hondo en medio del remolino, en mi pelo.
No era por el placer de beberlo, era algo más, era cierta paz, la que la tempestuosa violeta encontraba en aquel ritual herboreo. Y yo la contemplaba. Con mis poros, con mis pelos. Veinte litros de té, apenas eso duró. Veinte litros de violeta, veinte violetas de porcelana.

Una tarde cualquiera, el silencio, el silbido de la pava, la tempestad en violeta y la taza. Tres de azúcar, el aljibe y el sillón de mimbre.

Una tarde el silbido silencio, la tempestad violeta y la porcelana.
Tres de azúcar y en el insolente aljibe enremolinado una grieta (acaso siempre estuvo allí).

El silencio roto, la violeta agrietada y la tempestad negra que avanza sobre la mesa y chorrea por el mimbre hasta alcanzar mi mano.
Mis poros abiertos se llenan de té, se sellan de te-mpestad y en mí se vuelve, irrevocablemente hondo, el agujero negro o verde o rojo.

Tres de azúcar y el remolino de mi pelo se desfigura en la taza. Definitivamente desdibujado, definitivamente sobretodo violeta.