jueves, 8 de mayo de 2008

Luces de abril

Lo bueno del otoño se hace quizá más claro en su forma anglosajona: fall. Sin menosprecio de tan maravillosa palabra como es su versión latina, fall, exhibe uno de los lados más esenciales de esta bellísima estación: la caída.

Así como las hojas secas, el fulgor de las flores, los verdes saturados, las neblinas, los sobretodos sobre el cuerpo o la noche sobre las tejas húmedas, todo sen-ci-lla-men-te...
cae.

Los astros se alinean para cambiar las reglas de juego, para abolir las mermeladas diet y los happy endings, para cambiar de una vez por todas el paradigma de la sonrisa por la sonrisa misma, todo movimiento responde ahora a su majestad el otoño.

Entonces uno, colmado de dicha y acunado de abriles, se siente ahora como en casa, ya no siente culpa alguna por su eterna peripecia hacia el abismo.
Ahora puede jugar en él a sus anchas y a nadie llama la atención, a nadie apena o exalta. En otoño pude uno sangrar en paz.
¡Viva el otoño,
Viva su muerte!

jueves, 1 de mayo de 2008

Subterráneos I

Levanto la vista. Un collage descolorido de antebrazos y cabezas colma el espacio a tal punto que apenas si queda lugar para el tiempo. Sólo escombro humano y ruido y tan mala persona no debo ser comenta una a otra mujerzota, tras lo cual, hecha la aclaración, expele a sus anchas una interminable lista de despectivos calificativas sobre Noemí, o Berta, o la chica nueva esta que entro el lunes, con esas polleras que se pone, escuchame… mas luego (afortunadamente) la voz del mamífero adjetivador es deglutida por la marea en una voluta enremolinada que a modo de intercambio, despide con violencia una idílica boca de mujer.
Es una víscera muy roja, cargada de erotismo latente. Está inquieta. No viene sola, al parecer tras ella hay también un rostro, o al menos su perfil.

Sí, claramente hay una delicada nariz y un pómulo violetáceo y un ojo de cedro profundo que pronto me mira y se vuelve dos pupilas redondas bajo una tupida enredadera de bucles negros, como garabatos de tinta china. Es ella una boca-mujer que sin cavilar se suelta de las argollas plásticas de endiagonal-enfrente y se zambulle de un zarpazo en el par junto a las mujerzotas.
Bajo la vista sonriendo para mis adentros un poco avergonzado. Me divierte el juego que me ha propuesto, seré su presa. Levanto la vista para observarla. Sus profundos ojos se entierran tajantes en mis pupilas (casi puedo sentir la herida). Su boca-víscera no se inmuta, ¡no está jugando!
Un chirrido metálico me atraviesa la espalda hasta la nuca. Miro hacia el piso confundido. La adrenalina se esparce por mi cuerpo y comienzo a sudar (ella parece percibirlo).

Estamos solos, alrededor sólo hay masa gris, urbanidad muerta. Me vuelvo hacia sus caderas buscando un flanco débil (otra puntada de sus ojos y estaría perdido).
Me detengo en aquella figura magnética. La mano que pintó sus caderas debió de haber delineado primero el vientre de mil mujeres para llegar a aquella forma tan acabada, tan salvaje y celeste. Lleva unos pantalones de jean apretados al cuerpo (como una cincha) y botas de cuero. Se ve incómoda en esas vestiduras, como si la condicionasen de espacio y alma. Tiene la cadencia inquieta de los equinos salvajes: da pasos cortos y errantes en todas direcciones.
Otra vez el chirrido metálico de las vías, ésta vez resuena como un relincho en la oscuridad del túnel y en mi piel no queda un rincón sin erizar.

Mi cuerpo empieza a responder a aquel llamado salvaje. La libido renueva mi coraje y arremeto con la mirada contra su rostro. Tengo suerte, ésta vez ella está distraída (luchando por mantener a raya su cuerpo sublevado). Le veo el rostro completo por vez primera. Para mi sorpresa, aquella fémina salvaje lleva en su mirada una niña desconcertada. No comprende lo que le ocurre ni por qué, aún así, sabe lo que desea, lo intuye, su cuerpo lo está vociferando.
Se reagrupa de pronto, dejando de lado su confusión y me lanza sus ojos brutales con crudeza, desnudos, lascivos. No quiere mi caricia, quiere mis vísceras, mi libido porno que chorrea por entre mis botones.

Las puertas exhalan maquinalmente por mí, mientras dejamos atrás otra estación. Aterrado, leo el cartel del andén: Plaza de Mayo. Me bajo en la próxima. Me paso la mano por la frente para sacar un sudor imaginario. Ella está parada justo de camino a la puerta (de sólo pensarlo mi corazón repica desesperado). Trato de pensar un momento pero es imposible, sus piernas están ya fuera de control (ella sabe que voy a bajarme).

De pronto, de la masa gris emerge una mujer que aparentemente ha estado sentada a mi lado todo el viaje. Ella también baja en Diagonal Norte, acomoda sus cosas y yo aprovecho a hacer lo propio, (al menos ahora no tendré que enfrentar a aquel animal solo) pero la mujer se levanta antes de lo previsto y se pierde entre la espesura rápidamente.
Por un instante todo se detiene.

El asiento a mi derecha está libre y la fémina posada por ante él, se congelada expectante. En su cuerpo pueden verse todas las posibilidades de acción contenidas: va a tirarse encima mío, o acaso se sentará a mi lado, ¡va a tocar mi carne!. Pero no. Solo se queda ahí, agazapada. Tengo que decidir, ya no hay tiempo.
Sin pensarlo, casi instintivamente, me paro. El corazón me va a quemar el pecho, me tiemblan las rodillas. Fatalmente me enfrento a la bestia:

Dios! Adónde quedó la niña confusa? Frente a mí se abre exuberante, el porte de la propia afrodita. Me siento indefenso. No tengo arma alguna para enfrentarme a semejante gladiador aquí, en esta arena urbana, con el cuerpo velado de ataduras.
En cambio a ella poco parece importarle, como una tempestad se arranca de las agarraderas y me envuelve con su beso de hembra sedienta. Devora la carne de mis labios y la sangre brota a chorros, empapa nuestros cuerpos, sin embargo el miedo desaparece rápidamente. Cuánta plenitud siento de pronto ante ése calor, ante esa boca, ése vientre. El tren se detiene.
Las puertas exhalan una vez más y se abren de par en par.
La marea gris cobra vida de pronto y uno a uno se dibujan en ellas los brazos, las garras que ahora se me enredan como una hiedra. La miro a ella. Tiene miedo en los ojos.

Nos separan.

Luchamos torpemente pero la hiedra-urbana es mucho mas fuerte.
Intento aferrarme a su imagen por última vez, miro su pelo, sus venas, sus senos, sus ojos, pero ya nada veo casi, se está desdibujando.
Qué frío siento de pronto, respiro muy fuerte, voy a congelarme, la masa gélida me vomita en el andén y la puerta se cierra ya. Me incorporo torpemente e intento abrir. Veo una boca-vícera muy roja que se prende al vidrio entre la oscuridad, el subte arranca.

Mientras se aleja, la boca pierde color.
Se torna gris.
Se desdibuja.
Desaparece.